lunes, 9 de octubre de 2017

Cuento de navidad - Cuento

Autor: Ray Badbury
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Narración

El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque excedía el peso máximo por pocas onzas, al igual que el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.
-¿Qué haremos?
-Nada, ¿qué podemos hacer?
-¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.
-Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre.
-¿Qué…? -preguntó el niño.
El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer “día”. Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
-Quiero mirar por el ojo de buey.
-Todavía no -dijo el padre-. Más tarde.
-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
-Espera un poco -dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.
-Hijo mío -dijo-, dentro de medía hora será Navidad.
-Oh -dijo la madre, consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.
-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.
-Sí, sí. todo eso y mucho más -dijo el padre.
-Pero… -empezó a decir la madre.
-Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
-Ya es casi la hora.
-¿Me prestas tu reloj? -preguntó el niño.
El padre le prestó su reloj. El niño lo sostuvo entre los dedos mientras el resto de la hora se extinguía en el fuego, el silencio y el imperceptible movimiento del cohete.
-¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
-Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.
-No entiendo.
-Ya lo entenderás -dijo el padre-. Hemos llegado.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.
-Entra, hijo.
-Está oscuro.
-No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.
-Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.
FIN

miércoles, 4 de octubre de 2017

La navidad en el año 3000 - Producción personal

Según dicen, la navidad de antaño era distinta. Mis bisabuelos me relataban los relatos que a la vez les habían contado sus abuelos. Decían que la gente tenía pinos de plástico decorados, y que algunas familias incluso tenían árboles reales. No como ahora, que la gente simplemente utiliza simulaciones virtuales tridimensionales para ocupar el lugar de los viejos pinos. Decían que los niños creían en la magia de la navidad. Ahora, simplemente esperan que sus padres les compren el último modelo de patineta voladora, para así salir a presumir a sus amigos. También me contaban que ellos solían decorar la casa, y que no existían robots que lo hicieran todo por nosotros como ahora.
Hoy, 24 de Diciembre del año 3000, me encuentro sentado en el sillón de mi casa junto al árbol virtual, esperando que mis nietos decidan dejar un momento los juegos de realidad virtual para así poder contarles los relatos que una vez había estado escuchando yo mismo.
-          Abuelo, dejá de inventar historias – me dijo uno de ellos, el mayor, luego de que les contara la historia que tanto quería contarles.

Los niños ya ni siquiera creen que lo que les digo sea real. Salimos a cenar al patio – costumbre que se mantiene en mi familia desde siempre – para así ver los viejos, pero nunca pasados de moda, fuegos artificiales. Rodolfo, el perro-bot que tenemos los ladra, ignorando que puedan significar algún peligro para él, al contrario de como lo hacían los perros reales. Un drone camuflado cono Papá Noel, pasa volando y se para encima de nuestra mesa. Los niño, se ponen felices, pues eso significaba que ya podían abrir los regalos. Ya es la navidad.

La gallina degollada - Opinión sobre un tema del libro

El tema que elegí, fue el tema del amor y la falta de amor, debido a que me pareció algo interesante para analizar.
La falta de amor de los padres hacia los hijos, se debe a que éstos están “defectuosos”. A pesar de que, hoy en día sería motivo de escándalo, algo inaceptable, en épocas de antaño era algo normal, y hasta se podía considerar una maldición el no tener descendientes sanos.

La gallina degollada - Cuento

Autor: Horacio Quiroga
Fuente
Audiolibro

Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir…
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

jueves, 17 de agosto de 2017

El extraño

Enlace al cuento

Este cuento, habla de un tipo que siempre vivió solo, en un viejo castillo. Nunca conoció a nadie, salvo ratas y arañas. El único olor que conoce es el de los putrefactos cadáveres.
Fuera del castillo, está rpdeado todo por árboles, exceptuando una sola torre.
Un día, el hombre decide escapar, escalando esa torre, llegando a descubrir cosas sobre sí mismo.

La historia, nos lleva a pensar que el hombre es humano. Sin embargo, al final hay un "factor sorpresa" cuando escapa, y es que resulta no ser humano, ahuyentando a cualquiera que se cruce en su camino.

Audios del cuento:
Parte 1
Parte 2

Biografía de Lovecraft

Howard Phillips Lovecraft, fue un escritor de historias de terror. Nació en Inglaterra, el 20 de agosto de 1890.
Escribió cuentos con los que, iría creando una serie mitológica, basada en el dios Cthulhu. Sin embargo, éste no es la única divinidad de Lovecraft. En sus relatos, se encuentran también los llamados "Old ones", los cuales son monstruos expulsados de la tierra en tiempos prehistóricos.
Alcanzó la fama luego de su muerte, cuando fueron publicados sus libros, los cuales antes se publicaban en la revista Weird Tales, en varios volúmenes recopilatorios.
Falleció en 1937, a la edad de 47 años.

martes, 1 de agosto de 2017

Biografía de Roberto Payró

Roberto Payró, fue un peruodista y escritor, nacido el 19 de abril de 1867 en Buenos Aires, Argentina. Fue el responsable de obras como "Antígona", "En las tierras del inti" o "mujer de artista".
Como periodista, trabajó en los diarios la tribuna, creado por él mismo, y el diario los andes. También, fue considerado el primer corresponsal de la guerra argentino, debido a que informó sobre el conflicto armado de Uruguay de 1904, y desde Europa, informó lo que sucedía debido a la primer guerra mundial.
Falleció el 5 de abril de 1928 en Lomas de Zamora.

Mujer de artista

Cuento


Este cuento, narra la historia de un escritor que debe presentar un cuento el día siguiente a una editorial, pero no logra encontrar la inspiración adecuada para redactarlo. El hombre, sería apoyado más tarde por su esposa, la cual le prepararía un té y lo ayudaría a relajarse.
Puede decirse que este es un cuento realista, debido a que hay una descripción sumamente detallada de todo a cada momento. Desde el más mínimo movimiento de una hoja al soplar el viento, hasta el sonido producido por un auto en la carretera, o los pensamientos que atormentaban al escritor al no encontrar inspiración.

Biografía de Antón Chejov

Antón Chejov, fue un narrador y dramaturgo ruso, nacido el 29 de enero de 1860. Es considerado también como el representante más destacado de la escuela realista en Rusia.
El estilo de Chéjov está marcado por ser breve, expresivo, por la ausencia de tramas complejas y por no tener casi defectos.
Nació de una familia con hábitos sencillos. Su abuelo, había sido un siervo de la gleba, el cual había estado ahorrando desde siempre para poder comprar su libertad.
Su primer relato, fue llamado "la gaviota". Sin embargo, no tuvo una muy buena qcogida hasta bastante despues, haciendo aún así, que Chejóv quisiera seguir escribiendo.
Muere de tuberculosis el 15 de julio de 1904

Una condecoración - Producción personal

Pustiakov se dispuso a bailar con una de las hijas del dueño de casa. Una orquesta sinfónica acompañó la noche mientras el baile se llevaba a cabo.
El baile, se realizó en un salón blanco decorado en oro y con estatuas de mármol. Un alfombrado rojo cubría tanto el piso como las 2 escaleras que allí se encontraban, tapando también el segundo piso.
El brazo derecho del hombre, se dirigió lentamente hacia la jóven que aquella noche lo acompañaba, tomándola suavemente de la espalda. Sus pies se movieron al compás de la música, yendo de un lado al otro. Pustiakov jamás olvidaría esa noche.


Archivo de audio

Una condecoración - Cuento

Autor: Anton Chejov

Leo Pustiakov, profesor en el colegio secundario, cuyo domicilio estaba próximo al de su amigo el teniente Ledentozov, se dirigió a casa de este la mañana de año nuevo.
- Se trata de un pequeño favor, Grischa- le dijo-. Ante todo ¡Feliz año nuevo! No vendría a molestarte si no fuera porque me encuentro en apuros. Necesitaría que me prestaras solo por el día de hoy, tu medalla. Voy a casa del comerciante Spischkin… Ya sabes cómo es: un verdadero farsante que vive de las apariencias. Le gustan enormemente las condecoraciones y considera casi con desprecio a los que no las llevan colgadas del cuello o cosidas en la solapa del saco. ¡Además tiene dos hijas bonitas! ¡Te estoy hablando como un amigo…! ¡Tú ya me comprendes, querido! ¡Préstamela, hazme el favor!
Pustiakov articulaba todo esto tartamudeando enrojecido y volviendo con timidez la cabeza hacia la puerta. El teniente, después de burlarse un poco, acabó accediendo.
A las dos de la tarde, Pustiakov se dirigió en un coche de plaza a casa de Spischkin. Había dejado a propósito el sobretodo un poquito entreabierto para que entre la solapa derecha del saco, brillara resplandeciente de oro y esmaltes, la medalla ajena.
“¡Parece como si de esta manera uno se volviese más importante!”, pensaba el profesor. “¡Que una latita tan insignificante que no puede costar demasiado dinero, produzca esa sensación!”
El coche se detuvo ante la casa de Spischkin. Pustiakov, al pagar al cochero, entreabrió un poco más el sobretodo y le pareció que aquel, al ver su medalla, quedaba petrificado de admiración.
Con una tosecita satisfecha, entró en casa. Mientras se quitaba el sobretodo asomó la cabeza para ver el salón. Allí, ante una larga mesa, se hallaban sentadas comiendo unas quince personas. Se oía ruido de voces y el tintinar de los cubiertos.
- ¡Ah…!- dijo el dueño de casa-. ¿Es usted, Leo? ¡Pase por favor! ¡Llega usted un poco retrasado, pero no importa…! ¡Acabamos de sentarnos!
Pustiakov enderezó su figura, alzó la cabeza y, frotándose las manos con alegría, entró en el salón. Pero ¡allí vio algo terrible…!
Al lado de Zina se hallaba sentado Tramblian, el profesor de francés, compañero suyo del colegio.
Permitir que el francés viera la condecoración equivalía a desencadenar una serie de preguntas de lo más desagradables y comprometedoras: significaba su vergüenza y eterno desprestigio. La primera idea de Pustiakov fue arrancarse la medalla, pero esta se hallaba muy bien cocida y, en aquellas circunstancias, retroceder habría resultado imposible.
Cubriéndose la condecoración con la mano derecha, Pustiakov se inclinó un poco y dirigió torpemente a todos un saludo general, sin estrechar a nadie la mano. Enseguida fue asentarse en la única silla que quedaba libre, por desgracia la que se encontraba enfrente de su compañero francés.
Al observar el rostro, entre asustado y nervioso, de Pustiakov, Spischkin pensó: “¿Qué le pasará? ¿Habrá bebido de más?”
La mucama sirvió un plato de sopa frente a Pustiakov. Este tomó la cuchar con la mano izquierda, pero luego, al recordar que en sociedad se considera mala educación utilizar esa mano en las comidas y que él la tenía ocupada cubriendo la condecoración, declaró que ya había almorzado y que no tenía apetito.
- Ya he comido… Gracias…- balbuceó-. Fui a visitar a mi tío y tanto me rogó que me quedara a comer con él, que no pude negarme.
El corazón de Pustiakov comenzó a llenarse de tristeza y de enojo. La sopa exhalaba un aroma muy sabroso y del pescado salía una fragancia sumamente apetitosa. Pustiakov intentó entonces liberar su mano derecha y cubrirse la condecoración con la izquierda, pero el cambio resultó muy incómodo. “Todo el mundo se dará cuenta. Tendré que tener la mano izquierda extendida sobre el pecho, como si fuera a cantar: quedaré en ridículo. ¡Dios mío…! ¡Ojalá termine pronto la comida! ¡Ya almorzaré luego en el restaurante!”
Después del tercer plato alzó con timidez los ojos hacia el francés. Tramblian, también nervioso- sin motivo aparente-, a su vez miraba a Pustiakov y tampoco comía nada. Sus miradas se encontraron y ambos, aún más crispados, las dirigieron sobre sus platos vacíos.
“¡Ya ha visto la medalla el muy maldito!”, pensó Pustiakov. “Le noto en la cara que la ha visto. ¡Hipócrita! ¡Seguro que mañana mismo se lo cuenta todo al director y a los colegas!”
Los dueños de la casa y los demás invitados terminaron el cuarto plato. Después terminaron también el quinto.
Un señor alto, de nariz ganchuda y ojos que guiñaba constantemente, se levantó de la mesa y con una mano se acarició el pelo. Enseguida anunció:
- ¡Hem, hem…! ¡Propongo un brindis en honor de las damas aquí presentes!
Los comensales se levantaron con gran ruido de sus asientos y alzaron sus compas. Estentóreas exclamaciones resonaban por todas partes. Las damas sonreían y extendían sus copas para brindar. Pustiakov tomó la suya con la mano izquierda.
- ¡Leo, tenga la bondad de ofrecer esta copa a Nastia!- le dijo un caballero al tiempo que le entregaba una copa-. ¡Haga que se la beba!
Esta vez, con gran espanto suyo, Pustiakov se vio obligado, por tener la izquierda ocupada, a emplear la mano derecha: la medalla relució, y su cinta roja y arrugada quedó a la vista de todos.
El profesor se puso pálido, bajó la cabeza y miró tímidamente hacia el francés. Este lo miraba también, con unos ojos a la vez interrogativos y asombrados. Sus labios sonreían con cierta malicia, y en su rostro se desvanecía poco a poco la expresión de susto.
- ¡Tramblian!- dijo de pronto el dueño de casa-. ¡Haga el favor de pasarme esa botellita!
Tramblian alargó, indeciso, la mano derecha hacia la botella y… ¡oh felicidad!, Pustiakov vio colgada de su pecho una medalla de condecoración. ¡Era una medalla aún más importante que la suya! ¿Sería posible que también el francés hubiera hecho trampa?
Pustiakov, riendo de placer, se sentó tranquilo en una silla. Ya no tenía necesidad de esconder su medalla; el pecado de ambos era el mismo. Por lo tanto, ninguno de los dos podía poner en evidencia ni hacer quedar mal al otro.
- ¡OH!- exclamó Spischkin, complacido y admirado al ver la condecoración en la solapa del profesor.
-  Sí… - dijo Pustiakov fingiendo indiferencia-. Es curioso que hayan dado tan pocas condecoraciones este año… Tramblian: sola las obtuvimos usted y yo. ¡Es extraño pero es así!
Tramblian asintió alegremente con la cabeza y mostró su solapa derecha, sobre la que lucía la ostentosa medalla.
Después de la comida, Pustiakov se dedicó a dar vueltas por las habitaciones, para que las señoritas vieran, como al descuido, la condecoración. Se hallaba contento y despreocupado, a pesar del hambre que estaba padeciendo.
“Si lo hubiera sabido”, pensaba mirando con ojos envidiosos a Tramblian, que estaba conversando con Spischkin, “¡me habría hecho coser una medalla aún más grande que la de Tramblian! ¡Qué lástima no haberlo previsto!”
Solo ese pensamiento lo perturbaba. Por lo demás, se sentía feliz, completamente feliz.

martes, 27 de junio de 2017

¿Quién soy?

Mi nombre es Valetín Fernández. Esta página, es creada para la materia de lengua, del colegio Tomás Alva Edison de Mendoza, Argentina. Al ser este un proyecto escolar, por favor, intenten abstenerse quienes sólamente critiquen porque no oes guste la lectura.